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Las primeras complicidades

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  Tener una hermana, solita para vos,  equivale a tener novia o amante. Con ella se puede comer helado en el vivo sol de medio día, disfrutar de las mieles ofrecidas por una pared de cal, devorada en silencio ante los ojos de los padres atónitos por semejante estómago.    Compartir diez pesos, cada uno, por saber vender los tamales de la vecina o hacer aparecer más monedas de las cobradas, para después perderlas en otra bolsa.    Es tu cómplice más cercana, con quien puedes hacer sentir tu hombría al levantarla con un abrazo, mientras te dice cuánto has crecido, haciendo referencia clara a la edad más que a la altura.     Sabe bailar un boogie-woogie con la misma intensidad que la salsa colombiana, así como disfrutar del rock ochentero la misma tarde que cantamos un bolero romántico a tres voces, con mamá incluida.    La hermana mía conoció la transformación de mi voz, ronca por las tardes y chillante en las mañanas. Me vio devolver el estómago en la resaca de los viernes de alcohol. C